domingo, 3 de julio de 2011

Douglas Harding, un sabio de Occidente 2


Espace Bleu, primavera de 1990



Sentado en un círculo en torno a este hombre mayor, me parece haberme acercado a una fuente pura. No es que Mr. Harding adopte ninguna pose ni se presente como un maestro: nadie resulta de un trato más sencillo que este digno gentleman que lleva de manera soberbia sus ochenta años. Si uno se limita a su apariencia, Douglas parece muy británico, del tipo viejo excéntrico inglés, impregnado de una originalidad templada por su porte, de una gran nobleza y que deja adivinar un toque de austeridad. Su barba blanca le confiere, a mis ojos al menos, aires de sufí, impresión que se ve refrendada por la profundidad de su mirada impregnada de esta cualidad impersonal que es privativa de los seres próximos a su esencia. Creo sentir que este abuelo alrededor del cual estamos ahora reunidos vive básicamente en su interior, centrado en una realidad íntima que no le resta presencia al mundo y a sus demandas, al contrario. Hoy entre nosotros, está realmente con nosotros, tanto más presente cuanto que su vigilancia brota de una ausencia. Llamémoslo ausencia de cabeza, desaparición del ego, desidentificación, poco importa. Es esta ausencia la que, nunca mejor dicho, me salta a los ojos. Al fin un autor que se parece a su libro: porque lo que tanto me cautiva, esta primera impresión abrumadora y que mis contactos ulteriores con Douglas nunca desmentirán, ¡es que este señor no tiene cabeza! A pesar de la innegable actualidad física de esta venerable figura adornada con una barba blanca, no me encuentro confrontado con otro rostro preocupado por afirmar su individualidad sino a un vacío, el cual puede por otra parte servir de espejo para devolverme, no las características de mi fisonomía sino el rostro que era el mío antes de nacer. Probablemente sea la razón por la cual el subtítulo en inglés de vivir sin cabeza no es otro que Zen and the re-discovery of the obvious (Zen y el re-descubrimiento de lo obvio).

En verdad, y sin pretender resumir aquí el enfoque propuesto por Douglas –más vale leer su libro o participar en uno de sus talleres-, la “decapitación” de la que fue la feliz víctima y que ahora se emplea en infligir a sus semejantes no es nada original. Incluso podemos encontrarla expresada en términos similares a los que utiliza el autor de Vivir sin cabeza. Así, Rumi, el poeta sufí ebrio de Dios, da este consejo: “¡Decapítese… que su cuerpo entero se fusione con la visión! ¡Conviértanse ustedes mismos en visión, visión, visión!”. Si hay algo original, reside en la forma en que Douglas aborda el camino.

Douglas se pasea por el mundo con bolsas de plástico, bolsas que contienen los utensilios necesarios para los ejercicios que nos va a proponer que practiquemos. Dirige su taller con una rara sencillez, pero también con una pasión siempre viva. Tendré más adelante la oportunidad de asistir a varios de sus seminarios: le veré cada vez dirigir los mismos juegos, le oiré decir rigurosamente las mismas cosas, hasta el punto de poder anticipar la frase siguiente; y encontraré invariablemente en él esta misma intensidad, este modo que tiene de implicarse totalmente, de darse en cuerpo y alma en un acto de enseñanza que sin embargo ya ha realizado miles de veces en todos los rincones del planeta. Allí donde meros observadores, incluso participantes superficiales, verían repetición y rutina, para él sólo existe el asombro, en cada instante renovado, del descubrimiento esencial. Como todos los místicos, Douglas es un ser de fuego, hombre de una idea fija, obsesionado por la visión.

Con la ayuda de accesorios de una sencillez pasmosa, Douglas ofrece a cada uno la posibilidad concreta e inmediata de ver. ¿De ver el qué? Sencillamente que no tiene cabeza; en otros términos, que ahí donde percibimos habitualmente una presencia, desgraciadamente bastante pesada, con su bagaje de problemas, heridas psico-afectivas y todo el fárrago de su historia personal, en realidad sólo hay vacío, ausencia; y que este vacío, paradójicamente, está lleno y que constituye la plenitud de nuestra identidad real.

Dos ejemplos deberían ser suficientes para dar una idea de la manera en que procede el sabio sin cabeza.

Mientras sostengo frente a mí, brazo estirado, un pequeño espejo redondo, se me pide que considere este rostro que percibo como un objeto exterior, situado a cierta distancia, y sobre todo que perciba el vacío a partir del cual lo estoy mirando. Si me entrego con conciencia al ejercicio, efectivamente no tardo en encontrarme “decapitado”. Douglas me sugiere luego que vaya acercando lentamente el espejo a mis ojos hasta que, toda distancia abolida, este rostro se desvanezca y estalle como una evidencia la vacuidad a través de la cual absorbo el mundo exterior. Si bien semejante juego puede parecer anodino, permite sin embargo vislumbrar otra dimensión, introducir en nuestros modos habituales de percepción una ruptura reveladora.

Swami Prajnanpad le propuso un día a Arnaud Desjardins: “Trate de sentir: yo no miro el árbol, sino el árbol es mirado”. Todo lo que podríamos llamar la “enseñanza” de Douglas Harding arranca de esta experiencia y termina en ella. La originalidad de este enfoque reside en que coloca esta revelación del “rostro original” al inicio del camino. Douglas siempre insiste en la accesibilidad, el carácter ridículamente evidente de nuestro estado sin cabeza y en la necesidad de que cada uno se remita a su propia experiencia.


Gilles Farcet

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